Hace ya unos 15 años que escribí este pequeño relato. Por aquel entonces estudiaba náutica en la Escuela Superior de la Marina Civil de Xixón. Con motivo de la festividad de San Telmo, patrón de la escuela, entre otras muchas actividades se organizaba un concurso de relatos de temática marinera sin mayores pretensiones. Lo cierto es que en varias convocatorias presente textos míos y, en líneas generales, los resultados siempre fueron muy buenos. Gané todas las veces que me presenté. Lamentablemente, muchos de aquellos escritos se han perdido para mi. Pero, de entre los que aún conservo, está este, La costa a sotavento, el primero de todos. Muchos años han pasado desde entonces, desde que lo había leído por última vez y, la verdad, para ser un profano, no me quedó del todo mal. Espero que os guste y tengáis a bien dejar vuestros comentarios si os place. La costa a sotavento:
El día es espléndido. El cielo
está casi totalmente despejado, con pequeñas nubes blancas que se mueven
velozmente con la fuerte brisa del noroeste. Me apoyo sobre la amura de babor y
me quedo absorto contemplando la belleza extrema de la vista. Continuos trenes
de olas blancas rompen contra las paredes negruzcas de los acantilados,
levantando de forma permanente una enorme y tenue nube de agua salada en
suspensión que atenúa apreciablemente la agresividad de una costa lítica,
rodeada de mordientes bajíos y amenazadores bancos de arena. Es curioso, pero
pese a navegar relativamente próximos a la costa, apenas a media milla, no
consigo escuchar el bramar de las olas al romper. Supongo que será por que el
viento se lleva el sonido tierra adentro. Las gaviotas sobrevuelan la costa
lanzando al aire sus estridentes graznidos (curiosamente estos si que los puedo
escuchar perfectamente), y de vez en cuando alguna se tira al mar a recoger
alguna presa incauta. En la costa, sobre los acantilados apenas consigo
discernir más que la familiar silueta del faro. No se ven casas, tierras de
labor o rebaños de ganado, nada más que haga patente la presencia humana en
este rincón del planeta. Dicen los marinos que esta es una buena zona. El
viento sopla casi siempre del noroeste, lo que nos permite bordear el cabo con
la costa a barlovento. Es una zona de navegación bastante segura.
Me olvido de la costa y vuelvo al barco. El Sanja Isabel
es un pequeño bergantín, rápido y muy maniobrable según cuentan todos a bordo.
Resulta impresionante observar desde aquí abajo, sobre la pulida cubierta de
teca, el enorme mundo que se sustenta sobre los palos, el mayor y el trinquete.
Todo tipo de cabos se cruzan delante de la mirada uniendo cada rincón de la
arboladura en una impenetrable maraña que sólo marinos veteranos saben
descifrar. Enormes palos transversales sustentan las impresionantes velas,
otrora de lona blanca y hoy de un tono grisáceo testigo de incontables
singladuras. De tanto en tanto, precedido por el agudo sonido del silbato del
contramaestre y de las profundas voces de los oficiales, una disciplinada
tripulación de fornidos hombres de piel tostada por el sol, el viento y la
salitre se distribuyen por toda la cubierta y la propia arboladura en medio de
una anarquía fantástica que conduce finalmente a todos a su puesto, pasados
apenas unos segundos. Raudos, unos suben por los flechastes hasta alcanzar las
vergas, mientras otros sobre la cubierta maniobran los cabos para bracearlas.
En pocos segundos se alcanza la orientación óptima de las velas, momento que
emplean los marineros para largar algunas velas y aferrar otras. Entonces, la
presión que el viento ejerce sobre la superficie de las velas impulsa al navío
con renovados bríos, entre el crujir de cabos y palos. La roda corta las aguas
levantando sendos bucles a ambos lados, desparramándose un reguero de espuma
blanquecina que recorre toda la eslora del barco dejando atrás señal esporádica
de nuestro paso.
El cabo, majestuosamente erguido sobre las aguas, va
abriéndose por la banda de babor a medida que lo doblamos, rumbo a nuestro
destino. Giro en torno a mi, echo una última mirada a todo lo que me rodea, un
universo de madera y lona que me apasiona aunque aún no comprendo totalmente. Embriagado
por el viento y el graznido de las gaviotas, bajo por una escala hasta la
negrura del interior del bergantín. Me vuelvo a mi camarote a descansar un
poco.
- ¿Algo más?
- No, aquí se acaba siempre. Me adentro en el interior
del barco, donde todo está oscuro y no veo nada. Entonces me despierto.
- Y, ¿Siempre es igual? ¿No presenta variación alguna?
- Sí, bueno. De vez en cuando no estoy sólo, si no que me
acompaña una dama que permanece silenciosa todo el tiempo. Ciertamente no le
presto mayor atención, pero si que recuerdo que su rostro, por lo demás
bastante hermoso, está triste y desesperanzado, aunque ello no me intranquilice
en ningún momento. Ni siquiera le pregunto que le pasa. Simplemente me acompaña
cogidos del brazo.
- ¿La conoce?
- No, de nada.
- Usted navegó, fue marino, ¿No es cierto?
- Si
- ¿Por cuanto tiempo?
- Fui marino durante veintisiete años, ocho en la Armada
y diecinueve como marino mercante.
- ¿Cuándo lo dejó?
- Me retiré hace unos cinco años.
- Cinco años, humm, y dice que el sueño se viene
repitiendo desde hace poco más de año y medio ¿No?
- ¡Ajá!
- Bien, vale. Tendré que hacerle aún alguna que otra
prueba pero creo que se de qué se trata. No, tranquilo, no es nada
especialmente grave. Sencillamente sufre usted de un caso clásico de ansiedad.
Su vida diaria transcurre casi enteramente en el pequeño pueblo en el que vive,
lo que le produce una sensación de agobio y stress que origina un estado
depresivo superficial que se manifiesta principalmente a través de un sueño
repetitivo, invariante, en el que sale a la luz una faceta anterior de su vida
sin duda alguna mucho más satisfactoria para usted. La presencia eventual de
una dama triste con usted, a la que no presta atención, es claro síntoma de
autoculpación por su estado de soledad presente. En tanto determine con entera
exactitud el alcance de su problema tomará este antidepresivo en la dosis que
aquí le indico, dos veces al día, cada doce horas. Tome. No beba ni fume, es
mejor. Que tenga un buen día.
- Gracias doctor. Igualmente.
* * *
El romper de las olas contra las rocas me despierta. Por
primera vez veo mi camarote. Es pequeño y muy oscuro, totalmente despojado de
lujo alguno. Solamente el catre y una mesa abatible, y, colgando de un bao, un
fanal encendido que proyecta su escasa luz a través de sus mugrientos cristales
por toda la estancia, creando un fantasmagórico contraste de luces y sombras.
Me levanto del catre intranquilo y me visto rápidamente. La cubierta se mueve
locamente en todas direcciones. Al salir por la puerta me topo cara a cara con
ella. Esta perfectamente vestida con su traje de siempre. Sin decir nada la
agarro de la mano y subimos a cubierta a ver que diablos ocurre.
Al asomar a través de la escotilla nos vemos sorprendidos
por un intenso resplandor que nos ciega por unos instantes. Recuperada la
visión salimos a la cubierta. El espectáculo que se muestra ante nuestros ojos
es dantesco. Navegamos por la misma
costa, pero el día no es tan apacible. Negros nubarrones cubren todo el cielo
ocultando la luz del sol totalmente, sin embargo, continuos rayos iluminan el
Sanja Isabel y sus aguas contiguas creando una atmósfera de verde
fosforescencia. No se puede afirmar si es de día o de noche. Fortísimas ráfagas de viento barren la
cubierta haciendo chillar la jarcia en una tonalidad de agudos que destroza los
tímpanos, pero esta vez el viento no sopla del noroeste, si no del sudeste, de
modo que la costa queda a sotavento. Nos
acercamos trabajosamente hacia la base del mayor para encontrar un buen sitio
el que aferrarse. Enormes olas, negras como boca de lobo, golpean al Sanja
Isabel desde todos los ángulos, sobrepasando los costados y sumergiendo
momentaneamente parte de la cubierta. A duras penas el bergantín consigue
progresar entre la mar furibunda, escalando montañas de agua para caer de
inmediato en un pozo con paredes saladas. Durante el instante en el que se
encuentra inmerso en el seno de las olas parece que el barco va a hundirse,
pero en seguida se recupera y se adriza, las velas encuentran el viento y se
hinchan, encaramándose el buque en la cresta de un ola para hundirse en otro
seno segundos más tarde. El movimiento del buque es infernal, caótico. El
capitán permanece firme sobre el alcázar, dando ordenes que ejecuta de
inmediato la tripulación. El bergantín y su tripulación lucha denodadamente
para mantenerlo alejado de la costa y los rompientes, en una dura batalla
contra el tiempo y los elementos. Un marinero se para unos momentos frente a
nosotros pero sin llegar a mirarnos. Toda su atención está fijada en el tope de
los palos y las vergas. Un rayo cae cercano e ilumina completamente la
cubierta, permitiendonos observar la cara de horror del marino. Seguimos con
nuestros ojos la mirada de aquel hombre y discernimos entre la negrura las
fantásticas fosforescencias amarillo azuladas de los fuegos de San Telmo. El
marinero se persigna repetidas veces y desaparece entre la oscuridad
mascullando palabras ininteligibles. De repente un chasquido seco acalla
momentáneamente el estruendo de olas y truenos, desviando nuestra atención de
los fuegos de San Telmo. La gavia del mayor gime profundamente un segundo antes
de que una enorme abertura aparezca por su parte central. En apenas un momento
la vela queda partida en dos trozos que flamean salvajemente al viento.
Gritos y órdenes se suceden a bordo. Los gavieros del
mayor suben por los flechastes hasta la verga. Tienen que cambiar la destrozada
vela por otra nueva que ya traen de camino desde el pañol de velas. Por un
momento el bergantín se queda sin buena parte de sus medios de defensa contra
el temporal, basculándose todo el esfuerzo sobre el trinquete que aúlla y cruje
bajo el empuje del noroeste. Los gavieros ya han despojado a la verga de los
restos de la gavia. Abajo, varios de los hombres más fornidos manejan los cabos
para bajar la verga mayor sobre la cubierta y poner la nueva vela.
El viento arrecia, volviéndose más y más fuerte. El Sanja
Isabel pega fuertes bandazos, aproximándose un poco más a la costa, de la que,
a la luz intermitente de los relámpagos, se distinguen las sombras de los
acantilados, que rugen fieramente al ser golpeados por las gigantescas olas. El
faro, sobre el cabo, duerme ajeno a lo que le ocurre al Sanja Isabel.
Aún trabajan los hombres en la sustitución de la mayor
cuando el bergantín se sumerge de nuevo en un seno. Las velas, sin viento,
gualdrapean, y los obenques y estayes, debidamente reforzados, descansan y se
recuperan para un nuevo esfuerzo. Las olas adrizan al bergantín que
inmediatamente se encarama sobre la cresta de otra ola. El viento golpea
secamente las flácidas velas y la jarcia vuelve a gemir lastimosamente. Los
hombres comienzan a tirar de los cabos para subir la pesada verga. Casi ha
alcanzado la mitad de la altura cuando un chasquido seco se produce a sus
espaldas, seguido de varios gritos humanos de dolor y el estampido de la verga
al caer sobre la cubierta. El contraestay del trinquete, quebrado por la
tensión, salió disparado hacia atrás interceptando en su camino a varios de los
marinos que izaban la mayor. El latigazo mutiló horriblemente a algunos de los
marineros, dejándolos muertos o gravemente heridos sobre cubierta. Perdido el
equilibrio de fuerzas necesario para mantener izada la verga esta se abatió
sobre cubierta, aplastando a varios hombres más y destrozando los botes. Una
cadena de chasquidos comenzó a recorrer la jarcia a medida que numerosos cabos
fallaban, en una cadena imparable. Pronto las velas del trinquete perdieron su
orientación respecto al viento, lo que dejó totalmente al Sanja Isabel al
garete, merced de lo que las olas quisieran hacer con él. Los oficiales,
gritando, jurando y amenazando intentaron poner orden en aquel caos de
marineros muertos y heridos, hombres asustados y aparejo destrozado, pero poco
pudieron hacer. De repente, los tripulantes supervivientes, la modélica
tripulación que siempre conocí se transformó en una horda de salvajes orates.
Desoyendo todo tipo de instrucciones, abandonando la lucha contra los
elementos, optaron por condenarse a una muerte segura. En seguida muchos de los
marinos se internaron en el interior de la cubierta, donde se escucharon varios
disparos y el rugido de alegría de aquellos al forzar el pañol en el que se
almacenaban las bebidas alcohólicas.
Mientras tanto, el capitán, solo en el alcázar, sollozaba consciente de
haber sido derrotado.
La tormenta arreciaba. El Sanja Isabel, al garete, se
aproximaba raudamente a la costa. Entre las tinieblas, aún cuando un rayo no
iluminase la escena, ya se podían apreciar las suaves fosforescencias de las
olas al romper sobre los bajíos. Yo, abrazado con la desconocida mujer esperaba
tranquilo el fin cuando una risotada enfermiza hizo girarme. Detrás de
nosotros, tres marineros, borrachos, contemplaban lujuriosos a mi acompañante.
Les quedaba poco de vida y bien que querían aprovecharlo. Instintivamente
resguardé a la mujer detrás mío y retrocedí varios pasos, tratando de
mantenernos alejados de los marineros, que entre risas imbéciles cerraban
distancias, seguros de que no existía escapatoria posible. Un crujido seco se
produjo a mis espaldas seguido de los latigazos producidos por el fallar de
muchos cabos. A la luz de un relámpago vislumbré que las caras de los marineros
eran otras; volví la cabeza justo a tiempo para ver como el trinquete, partido
unos tres pies sobre la línea de cubierta, colgando únicamente de algunos
elementos de la jarcia, se inclinaba peligrosamente a proa y popa, a cada
movimiento del barco hasta que definitivamente se abatió sobre mi.
Aturdido, intento incorporarme, pero no puedo. Me
encuentro aprisionado bajo una verga del trinquete que yace muerto sobre
cubierta. Siento una opresión creciente en el pecho. La verga me está aplastando. El brazo izquierdo,
muy dolorido lo tengo inmovilizado bajo el cuerpo de la joven mujer que yace a
mi lado, inmóvil, aplastada también por el palo, con el rostro triste y
desesperanzado, lívido, con un reguerillo de sangre que se desliza por entre la
comisura de los labios, la nariz y los oídos. Con mi brazo derecho trato de
liberarme pero no puedo. Continúo bregando, empapado de agua, hasta que una
fuerte vibración recorre toda la estructura del bergantín y lo que en él se
encuentra, seguido del impetuoso estruendo provocado por el choque del casco
contra un bajío. El palo mayor, aún en pie sale disparado por la borda mientras
un trozo del bauprés cae verticalmente sobre la cubierta perforándola
totalmente. El Sanja Isabel se detiene un momento, se adriza con una última ola
y comienza a escorar a babor sumergiéndose definitivamente en frías aguas de
temible negrura.....
Me incorporo en la cama con todo el cuerpo empapado de un
sudor frío. El ruido de los truenos se cuela acompañado del viento por la
ventana abierta. La luz de los rayos ilumina el interior de la habitación
transformando la oscuridad en un juego de luces y sombras. El psicólogo dijo
que es el stress, la ansiedad; una puta depresión. Sin embargo, me siento mal,
tengo frío y una creciente sensación de opresión en el pecho. El brazo
izquierdo me duele y apenas puedo moverlo. Me siento mal, muy mal. Intento
levantarme pero no puedo, el corazón me falla y caigo sobre el suelo,
sumergiéndome en una angustiosa oscuridad.....
Muy bueno. Ya lo creo. Todo un placer de lectura.
ResponderEliminarMuchas gracias por el comentario. Me alegra que te haya gustado.
EliminarFlorentino muchas felicidades, me encanto, has logrado llevarme al Sanja Isabel, a su lucha con la fuerza del mar a un ambiente de lluvia y viento a la lucha de los hombres por sobrevivir y a su desesperanza ante la muerte.
ResponderEliminarPues muchísimas gracias Isabel. Eso que cuentas es mucho más de lo que yo podía esperar. Gracias sinceras.
EliminarQue buen relato, coincido con Isabel en que me llevaste a la cubierta del Sanja Isabel en esa terrible tormenta. Tienes una habilidad maravillosa para relatar las sensaciones, la desesperación de la tripulación al verse perdidos, la humanidad más trágica que nos lleva a cometer los actos más atroces ante la desesperación que nos trae la muerte.
ResponderEliminarFelicitaciones.
Muchas gracias por tus comentarios Cesar. Es todo un orgullo para mi saber que he logrado haceros viajar a la realidad del relato. Me alegra enormemente que os haya gustado.
EliminarMe gusto mucho tu relato Florentino, y te animo a seguir escribiendo.
ResponderEliminarSaludos
Muchas gracias Aixia. Reconozco ser muy vago para escribir, pero estos comentarios ayudan a ponerse en faena.
EliminarTienes el modo poético de expresarte que llega a las fibras del corazón. También el lenguaje cultivado del que ha nacido para deleitar al lector. No prives al mundo de tu prosa poética.
ResponderEliminarBueno, bueno. Muchas gracias Encarna. La verdad todos estos comentarios tan elogiosos me desbordan. Esperaba que alguien me dijera "bien, chaval, no está mal la historia", pero no lo que aquí estoy leyendo. No puedo menos que estaros muy agradecidos por hacerme sentir tan féliz.
EliminarMis felicitaciones por esta narrativa. Está escrita con rigor y léxico totalmente marinero.
ResponderEliminarY te lo dice un viejo marino perteneciente al Arma Submarina.
Creo que tú también estás "AD UTRUMQUE PARATUS"
Saludos cordiales.
Muchas gracias José Luis, eso he intentado. No sé si yo estoy verdaderamente preparado para todo pero te aseguro que lo intento. Por cierto, yo también soy marino, pero de superficie y por lo civil. Saludos.
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